Pero la acción  y la gestualidad expresionista refuerzan su identidad, tal vez como signo de rebeldía de la vieja mirada proustiana de la infancia que, como ha sucedido con otros grandes artistas alemanes de su generación, difícilmente pudieron dejar en el olvido el infantil trauma de la Guerra que ha destruido sus ciudades, como ha sucedido en el caso de Detlef Kappeler. Sin embargo, esa visión no ha impedido que el artista haya dejado convivir su identidad wilden más rebelde, entre la convulsión y la agitación de la abstracción  más agresiva, con el alma del poeta que se esconde en cada una de sus obras, un alma que delata al peculiar bardo que puede asumir la sabiduría del Poema de Gilgamesh, para pensar que en la tierra quedan pocas estrellas o que no ha recorrido determinados caminos. Referencias que refuerzan la ternura -pero ternura crítica- con que el artista afronta su actual mirada de la Costa da Morte, el Macondo que le permite explicar sus preocupaciones existenciales en este mundo, desde el minúsculo pueblo del mar perdido entre las olas del Atlántico, habitado por una vida intensa, un micromundo que se expande al universo. Y esta presunción evoca en mi aquello que con tanta pasión defendía Witold Gombrowicz, cuando sostenía que lo grande de la obra de arte estaba en lo concreto, porque en lo concreto reencontraba lo universal, la verdadera voluntad de vivir y de sentir, que es el sentimiento que Detlef Kappeler ha reencontrado en la Costa da Morte, nutriente pictórico y  plataforma existencial para vislumbrar la vida. Una plataforma tan diferente a la Barcelona, macrocósmica y urbana, donde él había vivido en los años noventa, y un territorio de experiencias en el que su complicidad extiende el panteísmo de la naturaleza viva de las viejas formas de pensar y de concebir la vida siguiendo el curso de aquélla y que el pintor interioriza como un estado del alma.

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