La  Costa da Morte como conciencia estética
En su recordado poemario Yaël, Edmond Jabès nos decía que pintar era una promesa compartida y el artista extendía su cuerpo como una ágil paleta con piernas, que eran intercambiables pinceles para recorrer el mundo. Más allá de la promesa que supone compartir la pintura, en un contexto que sublima actualmente el objeto y posterga la práctica de aquélla, Detlef Kappeler bien podría ser el imaginario artista que ideó el poeta francés, de origen egipcio, recorriendo el mundo o llegando hasta el fin del mundo.








Potsdamm 2007
  Muxía, el pequeño pueblo marinero del Noroeste español, en el Finisterre más occidental del  Viejo Continente, que él ha elegido como habitáculo actual, como germen de su pintura, en el corazón de la Costa da Morte (Costa de la Muerte), emblematiza un sentimiento agónico de la vida y tal vez la imagen singular del romanticismo marino, desde el siglo XIX,  troquelado por decenas de naufragios y por la fuerza de las grandes tempestades, por la incontinencia del Océano Atlántico abierto a América y, en definitiva, por el negro presagio de la muerte que ha dado nombre a esta costa de rudos acantilados. Rosalía de Castro, nuestra Hölderlin particular, compuso allí, al lado del mar, sus mejores poemas, y sus piedras, a las que aún hoy se le rinde un particular culto en la simbólica Piedra d´Abalar –cristianianización de viejos cultos de fecundidad pagana, del período neolítico- refuerzan la presencia de las hierofanías, a las que se refería Mircea Eliade. En aquella gigantesca Piedra que se mueve se inspiró el novelista José Saramago para imaginar su ibérica balsa pétrea desplazándose por el mar y, muchos años antes, García Lorca para componer un poema lírico con el que cantó al pueblo en la metonimia de la pequeña Virgen de la Barca.
anterior siguiente